"Dios no se cansa de perdonar, es el hombre quien se cansa de pedir perdón" (Papa Francisco)
Este domingo el Evangelio nos propone la Parábola del Hijo Pródigo. En esta profunda parábola de Cristo se contiene de hecho todo el eterno problema del hombre: el drama de la libertad, el drama de la libertad bien o mal utilizada. El hombre ha recibido de su Creador el don de la libertad. Con su libertad puede organizar y configurar esta Tierra, realizar las maravillosas obras del espíritu humano. Pero la libertad tiene un precio. Todos los hombres libres deberíamos preguntarnos: ¿hemos conservado nuestra dignidad en la libertad?
Los lazos de la libertad
Libertad no significa capricho. El hombre no puede hacer todo lo que puede o le agrada. No hay libertad sin lazos. El hombre es responsable de sí mismo, de los hombres y del mundo. Es responsable ante Dios. Una sociedad que convierte en bagatela la responsabilidad, la ley y la conciencia hace tambalear los fundamentos de la vida humana. El hombre sin responsabilidad se precipitará en los placeres de esta vida y, como el hijo pródigo, caerá en dependencias, perdiendo su patria de identidad y su libertad. ¿No es también toda la historia de la humanidad una historia de la libertad? ¿Las guerras, las divisiones y las marginaciones no son fruto de libertades que han perdido el rumbo de la verdad y el bien común?
Víctor Frankl señalaba que así como en la costa este de los Estados Unidos existía la estatua de la libertad, en la costa oeste debería existir la estatua de la responsabilidad. Lo que resulta de estas decisiones que nos muestra la parábola es que el hombre solo es libre en el seguimiento del Bien y de la Verdad.
En la parábola de Cristo, el hijo pródigo es el hombre que ha utilizado mal su libertad, es decir, ha pecado. El pecado significa una depreciación del hombre: contradice su auténtica dignidad y deja, además, heridas en la vida social. Ambas oscurecen la visión del bien y arrebatan a la vida humana la luz de la esperanza. (GS 13).
La esperanza
Con todo, la parábola de Cristo no permite que nos quedemos en la triste situación del hombre caído en pecado con toda la postración que ello comporta. Las palabras "me levantaré e iré a mi padre" nos permiten percibir en el corazón del hijo pródigo el ansia del bien y la luz de la esperanza infalible. En esas palabras se le abre la perspectiva de la esperanza. Tal perspectiva se presenta siempre ante nosotros, dado que todo hombre y la entera humanidad pueden levantarse conjuntamente e ir al Padre. Esta es la verdad que está en el núcleo de la Buena Nueva: siempre tenemos "esperanza" porque Dios, que es padre, nos espera todos y cada uno de nuestros días.
Aparece aquí, de un modo iluminante, la perspectiva de la esperanza, que está estrechamente unida al camino de la conversión. En el perdón de Dios se sostiene mi esperanza en el camino de la vida. Dios no se cansa de perdonar, basta nuestro propósito de lucha. Dios nos ama con corazón de padre y de madre. Por ello todo conocimiento de Dios ha de arrancar de esta gozosa realidad: Dios es mi padre. Un padre que no se incomoda con la inconsciencia ni con las debilidades humanas, sino que está siempre dispuesto a abrir sus brazos paternales a sus hijos frágiles y pecadores.
Pidamos hoy esto: Señor, inculca esta verdad no solo en mi cabeza y en mi corazón, sino en mi vivir diario. Que ante los reveses de la vida no pierda la serenidad, consciente de que nada ocurre que no sea para bien, y oiga siempre en el fondo del corazón: tú eres mi hijo muy amado, en quien me complazco; hijo mío en mi Hijo.